Por Ángel Ledesma
(+1919)
(Castilla, revista regional ilustrada (Toledo), 10 de mayo de 1918, p. 45)
(Noticiero de Soria, 31 de mayo de 1923, p. 1)
Una tarde de invierno benigno, cabalgaba acariciado por el sol. En torno mío el silencio del campo este silencio amigo -rumoreaba sones múltiples, de referencias imprecisas. En la ancha plana del paisaje, poseídos de la fervorosa contemplación de la tierra callada y desnuda, atendían mis ojos toda esta silueta austera del horizonte castellano. Por la asociación inevitable de recuerdos, dentro del pecho martilleaba el corazón gozoso. Y marchaba con él, midiendo sus latidos, el compás infatigable del tiempo, que hacía declinar el sol tras la sierra.
Cuando iba a adentrarme bajo los encinares, al ahuyentar su vuelo una bandada, fui madurando estas meditaciones que después he trascrito.
La tierra
Al hablar de la tierra, tomada aquí en el sentido de patria chica, y apego al terruño nativo, no podemos menos de pensar eso que pudiera calificarse de amor geográfico, tan desatendido por los españoles. Los sentimientos de todas estas patrias chicas forman, aunados, el sentimiento nacional, que corre a lo largo de la Historia extensa y se posa, principalmente en la literatura erudita, que ha contribuido a forjar el celo patriótico. Pero otro sector, más importante y representativo, la llamada literatura clásica apenas si refleja ese conocimiento y ese amor de la tierra, de la geografía, cuya falta hoy notamos.
Nuestros clásicos -excepción de Santillana, de Fray Luis, de Cervantes, de Lope, de Góngora y algún otro muy contado- hicieron pocas o ninguna vez alusión a lugares y parajes realmente conocidos por ellos. De aquí que hoy se diga, como hasta ahora no se había creado el sentimiento artístico del paisaje. Y otras cosas por el estilo.
Todo esto, para concluir, que hemos sido poco amantes de nuestras cosas con conciencia de amor, es decir, con reflexión de hombre. Por esto, el nombre de Castilla, como el hombre de casi toda España, ha sido y seguirá siendo, ¡sabe Dios hasta cuándo!, de la tierra, y no de la tierra del hombre. En ciertas condiciones de libertad -le parecía a Ibsen- el hombre puede ser, no mucho más feliz, pero sí más noble. Condición primera de libertad es el conocimiento de la tierra sobre la que se vive; sin ese conocimiento, que es amor, el hombre sigue amarrado a ella.
Porque ligado a este problema de sentimiento, que parece sencillo, siendo en realidad muy complejo, marcha a su paso el problema económico de la tierra misma. Ambos caminan por idénticas rodadas. La carencia de sentido estimativo, el desconocimiento de las cosas de casa, de nuestro valer propio, nos ha traído horrendos males. Mejor dicho, un solo mal: la desconfianza en nosotros mismos. Y desconfianza en desamor, cualidad de negación que desliga y aísla, que engendra dolores y odios. Es preciso y urgente conocer nuestra tierra para atizar el rescoldo de nuestro cariño hacia ella. Conseguir esto, es trabajar por ella.
Salamanca, 1918
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