Por Juan de Torezano
(El Adelanto (Salamanca), 21 de julio de 1931, p. 3)
Todas las regiones españolas han reivindicado su personalidad, han redactado sus proyectos de Estatuto y, a estas horas, trabajan ahincadamente para verlos hechos realidad.
La cuestión es, en efecto, única. Quien no haga valer ante las Cortes Constituyentes, en esta hora de revisión, sus derechos
históricos y peculiares, sus intereses de raza y de geografía, sus libertades particulares y sus hechos diferenciales, será porque no los tenga o porque no los merezca.
Una constitución no se hace todas las semanas; un estudio jurídico no se estructura todos los días. Si alguien pierde tan oportuno momento, habrá de quedarse durante mucho tiempo, tal vez para siempre, condenado a la esclavitud y silencio.
Y me estoy temiendo que ese alguien sea la Cenicienta eterna: Castilla.
Mientras España ha sido una entidad homogénea, una persona jurídica unitaria e indisoluble, bien estaba el que los castellanos sacrificásemos nuestros hechos diferenciales por la armonía común.
Pero ya se ha visto demasiado que cuatro siglos de centralismo no han bastado para borrar los particularismos regionales, ni siquiera para atenuarlos. El sacrificio de Castilla entregando su personalidad ética e histórica para ser fundida en el crisol
de la España unitaria, sobre ser estéril; ha sido desagradecido. Nuestra nacionalidad, la más fuerte antes de la unión, la más diluida de la actualidad, la hemos perdido a cambio de un rencor de nuestros consocios, de una acusación injusta de opresión.
He aquí a Castilla pobre, y a los demás países españoles, ricos. He ahí a todos redactando su pliego de cargos y a Castilla muda e indecisa, dispuesta tan solo a escuchar y callar.
¿Qué hemos ido ganando ganando en la larga era del centralismo? Nada.
¿Qué sacaremos de la próxima estructura federal? De seguir en nuestra apatía, no obtendremos otra cosa que el diploma de vencido,
el papel del tirano caído, a quien no se agradece la libertad que otorga, pues que la entrega por la fuerza.
Y la verdad es muy otra, Castilla es el único ejemplo en la tierra de la nacionalidad que se entrega espontáneamente para fundirse
con otras menos potentes que ella. Castilla es la única nación descubridora y conquistadora de mundos que, lejos de imponer sus
ambiciones imperialistas, se abandona, se borra, se autoexcluye para intentar la creación de un algo grande y superior así misma. Si
la genialidad política de Castilla no hubiese concebido el quijotesco disparate de suicidio para dar vida al mito de la nación
centralizada, si hubiera procedido con el imperialismo vulgar de las demás naciones vencedoras de la historia, a estas horas no
redactarían sus estatutos las regiones que fueron antaño más o menos libres, porque a estas horas, en el solar de España, no habría más
edificio que Castilla.
¿Cuáles son las causas? ¿Incapacidad? ¿Inferioridad? No, Castilla es víctima de su misma grandeza. Tan alto soñó, que creyó poder
sustraerse a las leyes perpetuas de la historia humana. Pensó que la sería factible sobreponerse al dictado de "dominar o ser dominados". Supuso a los demás tan altruistas como ella e imaginó que del sacrificio de todos en abdicar de lo suyo iba a alumbrarse un conjunto soberano de protección nacional.
Y al desvanecerse el sublime error, no tiene Castilla, a pesar de sus muchos intelectuales, una intelectualidad castellana, genuina,
que redacte su estatuto, que haga revivir sus derechos históricos, que sepa reclamar sus libertades tradicionales.
Mientras de todos los extremos de la península surgen las demandas de derechos y las afirmaciones particularistas, los partidos centralistas siguen enviando a las provincias de Castilla sus candidatos cuneros y nuestros periódicos sigan explotando (todavía)
la nota unitaria y del llamado interés general.
Los instantes apremian, el tiempo vuela y dentro de unas semanas la gran Asamblea discutirá los derechos de todos los pueblos
hispanos.
Es preciso que discutan los nuestros igualmente, pero no de un modo general, sino esencial.
Quisiera tener una autoridad de que, por desgracia, carezco, para encararme con todos los intelectuales de Castilla y gritarles
el apóstrofe sublime de Castelar:
-¡Levantáos, esclavos, que tenéis Patria!
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