(El Radical, 17 de mayo de 1932, p. 4)
Por Consuelo Berges Rábago
Por Consuelo Berges Rábago
Parece que hubiera por ahí la fatalidad arcana empeñada en confundir, primero, y anular, después, el contorno concreto de Castilla como entidad geográfica. Quizás esta supuesta fatalidad arcana sea simplemente una niveladora intervención de la, también supuesta, ley de compensaciones. Tanto creció Castilla en lo espiritual, que se hizo necesario tender al equilibrio limitando su realidad geográfica.
Primero a Castilla le fue quitado el mar. Se le quitó la literatura, y lo que la literatura quita no hay en el mundo juez que lo restituya. A bordo de una magnífica literatura del paisaje-, la literatura española es, como ninguna otra, literatura de paisaje-, el nombre y el concepto de Castilla van paseando por el mundo su estampa de aridez irremediable, tierra adentro nunca dulcificada por el efluvio húmedo de la brisa marina, nunca mordida por el roce áspero y fresco de la ola. Y, así, desde el Quijote a nuestros días -y tal vez antes del Quijote-, Castilla con su borde marinero es una absurda verdad geográfica, mientras Castilla mediterránea y árida, continental y enjuta, es en el mundo y aún en España misma un error literario lleno de verosimilitud y lógica. El error se hizo ya inapelable en una estrofa -porque una estrofa afortunada será siempre una sentencia inapelable-. Cuando Maragall compuso su famoso himno Ibérico, le fue preciso que Castilla estuviera triste y le fue necesario hallar una bonita explicación a esta tristeza. Y ya no hubo remedio. Ya es en vano que algunos montañeses, siempre que hay ocasión, reivindiquemos, más que la gran ventana costanera de Castilla, la gran castellanía de Cantabría.
Ya no tiene remedio.
"Terra endins ampla és Castella i està trista, que sols ella no pot veure els mars llunyans".
Hasta aquí, solo hay amputación y confusión del contorno geográfico de Castilla. Pero la cosa no para en esto. Lo tremendo es que, saliendo de España, nos encontramos con la desaparición total de Castilla como entidad geográfica. ES decir, nos encontramos con un caso estupendo -en sentido físico-químico de la palabra-. A medida que Castilla fue difundiéndose y ascendiendo como concepto histórico, como fuerza generadora de pueblos y de historia, ha ido perdiendo realidad concreta, y hoy, fuera de España, a penas sabe nadie si Castilla es una realidad geográfica o un mito histórico literario.
Este inaudito hecho es patente en América. Y más que en otra cualquiera latitd del Nuevo Continente, en la República Argentina, donde la rica geografía regional de España está vivificada y ramificada por la distribución regional de los emigrantes españoles.
Si uno dice en Buenos Aires -y es frecuente el decirlo porque es corriente el preguntarlo- que es gallego, andaluz, vasco o catalán, la gente queda satisfecha y convencida de que uno pertenece a un pedazo de tierra española efectivo y actual, y, la poca cultura geográfica que posee el argentino preguntante, sabe situar aproximadamente en el mapa español la personalidad regional del que dice ser vasco, catalán, andaluz o gallego. Pero si contestamos la pregunta habitual diciendo que somos de Santander, de Soria, de Burgos, de Valladolid o de Ciudad Real, a nuestro americano se le enreda la imaginación en el mapa peninsular que conoce de oídas, y vacila: -"¡Ah..., de Santander!... ¿Vasco, no?..."
Primero a Castilla le fue quitado el mar. Se le quitó la literatura, y lo que la literatura quita no hay en el mundo juez que lo restituya. A bordo de una magnífica literatura del paisaje-, la literatura española es, como ninguna otra, literatura de paisaje-, el nombre y el concepto de Castilla van paseando por el mundo su estampa de aridez irremediable, tierra adentro nunca dulcificada por el efluvio húmedo de la brisa marina, nunca mordida por el roce áspero y fresco de la ola. Y, así, desde el Quijote a nuestros días -y tal vez antes del Quijote-, Castilla con su borde marinero es una absurda verdad geográfica, mientras Castilla mediterránea y árida, continental y enjuta, es en el mundo y aún en España misma un error literario lleno de verosimilitud y lógica. El error se hizo ya inapelable en una estrofa -porque una estrofa afortunada será siempre una sentencia inapelable-. Cuando Maragall compuso su famoso himno Ibérico, le fue preciso que Castilla estuviera triste y le fue necesario hallar una bonita explicación a esta tristeza. Y ya no hubo remedio. Ya es en vano que algunos montañeses, siempre que hay ocasión, reivindiquemos, más que la gran ventana costanera de Castilla, la gran castellanía de Cantabría.
Ya no tiene remedio.
"Terra endins ampla és Castella i està trista, que sols ella no pot veure els mars llunyans".
Hasta aquí, solo hay amputación y confusión del contorno geográfico de Castilla. Pero la cosa no para en esto. Lo tremendo es que, saliendo de España, nos encontramos con la desaparición total de Castilla como entidad geográfica. ES decir, nos encontramos con un caso estupendo -en sentido físico-químico de la palabra-. A medida que Castilla fue difundiéndose y ascendiendo como concepto histórico, como fuerza generadora de pueblos y de historia, ha ido perdiendo realidad concreta, y hoy, fuera de España, a penas sabe nadie si Castilla es una realidad geográfica o un mito histórico literario.
Este inaudito hecho es patente en América. Y más que en otra cualquiera latitd del Nuevo Continente, en la República Argentina, donde la rica geografía regional de España está vivificada y ramificada por la distribución regional de los emigrantes españoles.
Si uno dice en Buenos Aires -y es frecuente el decirlo porque es corriente el preguntarlo- que es gallego, andaluz, vasco o catalán, la gente queda satisfecha y convencida de que uno pertenece a un pedazo de tierra española efectivo y actual, y, la poca cultura geográfica que posee el argentino preguntante, sabe situar aproximadamente en el mapa español la personalidad regional del que dice ser vasco, catalán, andaluz o gallego. Pero si contestamos la pregunta habitual diciendo que somos de Santander, de Soria, de Burgos, de Valladolid o de Ciudad Real, a nuestro americano se le enreda la imaginación en el mapa peninsular que conoce de oídas, y vacila: -"¡Ah..., de Santander!... ¿Vasco, no?..."
Cuando nos arriesgamos a aclarar que somos castellanos, la confusión llega al extremo. Si nuestro americano no es letrado en absoluto, se queda totalmente en ayunas respecto a nuestra regionalidad española. Si es un poco letrado sin ser muy fuerte en Geografía, lo más que hace es situarnos en los áridos dominios del Romancero, del Quijote, del teatro clásico español o de las crónicas de Azorín. Y no falta quien piensa que nuestra declaración de castellanía es una fanfarronada heráldica.
Ser castellano en la Argentina es querer ser demasiado y no ser nada; porque Castilla en la Argentina, o se ha difundido con el más soberano orgullo en cada región de España, o se ha inhibido con la más insólita modestia. Galicia, Cataluña, Vasconia, Asturias, Aragón, Valencia, son entidades regionales de España, con nombre, espíritu y cuerpo en las diversas agrupaciones que allí las representan. Castilla, no; Castilla es solo espíritu. Y el nombre de Castilla Madre, tan repetido como abstracción racial e histórica y como síntesis esencial de España, rara vez es pronunciado allí rotulando una concreta personalidad, un contenido concreto, un concreto programa. Castilla y lo castellano poseen, como Dios, el don de la ubicuidad; están en todas partes... y en ninguna... La colonia española, que tantos edificios levantó en Buenos Aires para distintos fines rotulados bajo un nombre regional de España, no tiene un solo recinto sobre cuyo dintel campee el nombre de Castilla. Castilla Madre no tiene hogar en Buenos Aires; se conforma con vagar, como espectro difuso y glorioso, por las altas regiones de la Historia, la Literatura y la Leyenda.
De vez en cuando la recia voz de un cántabro que siente en vivo el destino preclaro de Castilla y la castellanía, pronuncia el nombre de la región central de España y titula con él alguna empresa de alto rango. Tal el proyecto de la "Cultura Castellana" que el doctor Avelino Gutiérrez, una vez puesta en marcha la magnífica "Cultura Española" y la Cultural Montañesa -"Caja de Becas Menéndez Pelayo"-, propuso a varias agrupaciones provinciales de tronco castellano existentes allí. Confiamos en que llegue a ser éste el origen de un cuerpo para el espíritu de Castilla en América. En que llegue a ser éste el nexo que dé a los hoy asociados bajo las denominaciones de riojanos, montañeses, sorianos, burgaleses, etc., la sensación de su castellanía común. En que llegue a ser éste un motivo para que suene allí el nombre de Castilla fuera del Romancero, del Quijote y de la prosa de Azorín, y para que en Buenos Aires -y más tarde en América... y después en España- se aprenda un poco más de Geografía al difundirse que burgaleses, sorianos, montañeses, riojanos, toledanos, etc., pertenecen todavía a una famosa región española que, aunque no ha presentado su Estatuto, se llama y es Castilla. Región famosa que es todo lo que cuentan las crónicas, la literatura y la leyenda y que, además de todo eso, es una de las regiones permanentes de España: la región por donde corre eternamente el Duero y eternamente nace el verbo que canta su canción a lo largo del mundo.
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