Por Carlos Rodríguez Díaz
No he tratado de hacer en estos trabajos disertaciones luminosas y elocuentes que, leídas juntamente con el arte de la elocuencia, pudieran pesar los floridos trabajos parlamentarios con algo de relumbrón y hojarasca.
Claro y sencillo como es el carácter castellano he expuesto mis opiniones sobre algunos puntos del problema planteado por Castilla son indiscutible oportunidad, no desdeñando intercalar cifras y datos, que si hacen pesado el conjunto, le dan, en cambio, algo de autoridad, ya que son cifras y datos basados en observaciones e investigaciones, ajenas más que propias, reservándome yo el mero papel de seleccionador y coleccionador.
De todo lo dicho en los particulares anteriores, que por su insignificancia no me atrevo a llamar capítulos, creo que fácilmente puede deducirse a lo que debe quedar reducido y lo que debe ser el regionalismo castellano.
Este carecería de interés si fuera solo un anticatalanismo creado para hacer una guerra civil moral lamentable para todos, como lo son siempre las guerras civiles.
El regionalismo castellano debe ser un movimiento salvador en el que se aúnen y hermanen todos los elementos políticos sin distinciones ni preeminencias, todos los elementos productores e industriales, el comercio y la intelectualidad, para laborar social y colectivamente por el engrandecimiento de Castilla, enviando a las Cámaras, Diputaciones y Ayuntamientos los hombres sanos y rectos; llevando al campo los progresos y las enseñanzas de la ciencia agronónica; matando la usura, el origen del empobrecimiento y establecimiento del humilde productor; defendiendo denodadamente aquellas disposiones arancelarias que nos son favorables, y combatiendo las que abusivamente, puedan lesionar nuestros derechos, arrollando sin contemplaciones el caciquismo político; procurando el fomento de las obras públicas, bien sean de iniciativa del Estado, bien sean iniciativa de las provincias; trabajando por la hegemonía merecida y justa de nuestro hermoso lenguaje, que oficialmente se habla en veintiuna naciones, y procurando hacer una labor de cultura y moralidad que, seguramente, hallará campo abonado en los espíritus castellanos.
Ortega Munilla ha dicho hace poco en Vigo: "Para que España prospere es necesario que cada comarca tenga su programa de mejoras, programa variable según las circunstancias; pero que no puede menos que acordar con las demás, formando la consecuencia de todos ellos el gran problema de la nación".
Y las elocuentes palabras determinan precisamente el carácter nacional de todos los movimientos regionalistas sanos, como lo es el movimiento regional castellano.
Por esto no debemos atacar con fratricida tesón las aspiraciones de las regiones hermanas, en cuanto nos dicte un espítitu absorbente y exclusivista; antes, por el contrario, debemos apoyarlas, y de esto tenemos un ejemplo halagüeño viendo ir juntas a Cataluña y Castilla en la campaña de oposición contra una reciente ley de Alcoholes.
Más sintético que cuanto nosotros pudiéramos decir sobre lo que debe ser el regionalismo castellano, sobre sus aspiraciones justas y salvadoras, está expresado este anhelo en las siguientes conclusiones acordadas recientemente por la Federación Agrícola de Castilla la Vieja.
"Solicitar del gobierno dé a la ganadería y a la agricultura representación en la Junta de aranceles y valoraciones; hacer suyo el proyecto de Reforma arancelaria de la Diputación de Soria; recabar la negociación de tratados que permitan la salida de los productos agrícolas; reforma de la ley de Alcoholes; realización de las obras hidráulicas; liquidación de créditos de los pueblos; venta de los bienes propios; desaparición del impuesto de transporte y otras de menor transcendencia, aunque no de escasa importancia".
Expuestas estas consideraciones sobre lo que debe entenderse por movimiento regionalista castellano, como complemento debemos estudiar también lo que este regionalismo no debe ser, los extremos de que debe huir para mantener su autoridad y prestigio en el Parlamento y en la Nación.
Ya lo apuntamos ligeramente en párrafos anteriores: el castellanismo, ante todo, no debe ser un anticatalanismo, a la manera que se deduce del discurso de Grandmontagne en los Juegos florales de Valladolid, ya que muchas veces el catalanismo ha sido un anticastellanismo no muy piadoso; en tierras hidalgas estamos, y la hidalguía dicta el perdón.
Las luchas por cuestiones arancelarias, que son las que más nos distancian de Cataluña y las provincias vascas, deben mantenernos fríos y razonadores, porque el calor de la pasión mata todo discernimiento y cordura.
El castellanismo debe huir de todo exclusivismo político, y sobre esto no creemos necesario insistir y razonar más.
El castellanismo no debe ser exclusivamente colectivista ni exclusivamente individualista; un sistema mixto de esfuerzo individual aislado y propio, unido a los esfuerzos corporativos, daría el resultado anhelado para la prosperidad regional.
El labrador que moderniza un cultivo mejorándolo, es tan castellanista como el disputado que logra del Estado una concesión para Castilla.
Y, finalmente: el castellanismo debe laborar por el engrandecimiento patrio sin contar sin confiar única y exclusivamente en el esfuerzo de otras regiones que se crean hoy grandes y capacitadas, según frase del señor Silio, para abrir camino a la corriente de aire puro que debe llegar hasta la Meseta Central.
No esperamos, como el maná del cielo, en desbordamientos de la cultura ajena; el regionalismo debe ser todo esfuerzo propio, y si alguien nos dijera que esto es orgullo, le diríamos que es este orgullo santo del castellano leal que ama a España sobre todo y que amando a España ama a Castilla; orgullo de hidalgo moderno que lejos de explotar esterillmente su hidalguía, la realza con el trabajo.
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