(El Avisador numantino, 11 de junio de 1932, p. 1)
Por Gregorio Fernández Díez
Si algún discurso en torno a la emotiva discusión del Estatuto de Cataluña ha producido angustia, dolor y desagrado, al menos en Castilla, éste ha sido, sin disputa el pronunciamiento del Sr. Azaña.
No, el país no le aplaude como lo hicieran en el Parlamento los catalanes o las huestes del mosaico llamado mayoría, que ni más ni menos que en el viejo régimen o por sostenerse en las Cortes o por una mal entendida disciplina sobre una cuestión dogmática nunca, de sentimiento siempre, adopta una posición ante el problema autonomista contraria en absoluto al general sentir de la opinión.
¡Ah, pero la risa va por barrios! Elecciones llegarán en que los electores castellanos repudien, de una manera absoluta y enérgica, a aquellos que los diputados que a la hora de ahora, sobre este estricto problema, contraríen su voluntad, contraríen el sentimiento de la opinión castellana, vueltos de espaldas a la realidad de un movimiento de espontánea y general protesta que, si no advirtieran por el ambiente han de percibir las exhortaciones que se les dirigen por fuerzas y corporaciones de toda clase, encaminadas al recto propósito de que se antepongan a toda disciplina la defensa de la unidad y de la soberanía nacional, sin descuido de los intereses morales y materiales
de Castilla a quien Azaña, indirectamente, conducirá al colonato más ignominioso o a la esclavitud más amarga.
El discurso de Azaña, por el fondo, por la doctrina, sin la circunstancia de ocupar el banco azul, no hubiera convencido a nadie. Ahora ha convecido a pocos. Y es que, por encima de la oratoria del discurso, éste no resiste el más ligero análisis sin resquebrajarse de la cúspide a la base. Todo él está cimentado sobre un prejuicio sentimental hacia los catalanes, que no sorprende, porque no en vano formó parte del grupo de intelectuales castellanos que dos años hace fueron a Barcelona atribuyéndose una representación que Castilla otorgado; todo el discurso ha sido una pretendida lección de filosofía de nuestra historia, no sabemos sobre qué textos aprendida, pero desde luego
interpretada con arbitraria injusticia; sobre le discurso fue de una inconsistencia evidente sobre los puntos neurálgicos del problema, no salvados por la agilidad mental, porque nadie puede convertirse, de súbito, en hacendista, en jurista, en hombre de estado.
Cuando con énfasis, más que con conocimiento, dijera, refiriéndose a la unidad nacional: "la unidad la vamos a hacer nosotros, se me figura que el Parlamento debió pasar por la mente de muchos el recuerdo de aquellas frases que en 1918, con ocasión del que se llamó Estatuto integral, dirigiera el señor Alcalá Zamora al adalid de la Lliga: "Señor Cambó, no se puede ser al mismo tiempo Bolívar de Cataluña y Bismarck de España". Extraño fue, pues, que alguien no le interrumpiera diciéndole: señor Azaña, no se puede ser al mismo tiempo Bismarck de España y Bolívar de Cataluña...
Yo no sé de estadista alguno que haya consentido jamás que al Estado se le merme la soberanía, ni se le arrebaten funciones; yo no creo que se alcance categoría de estadista por las intenciones expuestas, sino por las obras realizadas; y así, cuando Azaña decía: "venimos a enfrentarnos con la organización del Estado español y rectificarlo en sus estructura, en sus funciones, en sus fines y en sus medios", debió decir a renglón seguido: señores diputados, mi plan de estructuración política le esquematizo en un proyecto de autonomía municipal para toda España, en un proyecto de modificación del régimen provincial para toda la nación; en un proyecto científico de autonomías regionales con idénticas normas, derechos, atribuciones y recursos para todas las regiones históricas o geográficas o al menos un proyecto de descentralización por ministerios y servicios, siempre separado, pero eternamente diferido para la nación entera.
La pomposa "nueva estructuración" del señor Azaña se reduce, pues, a conceder una autonomía excesiva en los límites y privilegiada por el sistema de Cataluña. La organización provincial y municipal española será la misma; los servicios públicos continuarán supeditados a un centralismo anquilosador y uniformista; para 42 provincias las cosas continuarán hoy como ayer o peor acaso; para el resto de España, pues ni para nuestra Castilla, hay ninguna novedad que aliente su esperanza de progreso y engrandecimiento.
Extraño concepto el de Azaña sobre Castilla, cuando como gracia especial reserva a esta humilde y generosa tierra, madre de naciones, el soportar "su destino, que es llevar sobre sus hombros la universidad de España". Más ni eso es así, ni admitimos ya tan romántico papel, ni en tal respecto tiene Castilla que seguir los consejos de Azaña, sino el ejemplo de Cataluña y Vasconia.
De ningún modo puede bastarnos nuestro pasado, por glorioso que sea, para renunciar a un presente más espléndido ni a un porvenir
más venturoso; de ningún modo puede resignarse Castilla a cerrar definitivamente las páginas de su historia entregándose ensimismada a la contemplación de sus rancios pergaminos; de ninguna manera, Castilla, lo repetiré mil veces, gloriosa exnación que siempre fue continente, nunca contenido , pues convertirse en expoliado espolique de sus hermanas, ricas amazonas a caballo sobre su potencia económica.
Lo que está recomendado a Castilla es la vuelta a su hogar, a su casa solariega, al cuidado de su patrimonio no exento de importancia, al cultivo de la heredad en mala hora abandonada por ir a correr el mundo; lo que le está recomendado es que se reconcentre en sí misma y sacando fuerza de flaquezas cultive su propio espírítu, castellanizándose, regionalizándose, aunque sea a costa de dimitir su papel histórico, aunque ello contraríe a Azaña... Esa dimisión no implica destruir "su personalidad histórica", porque historia es su obra imperecedera por generosa, gloriosa y epopéyica; esa dimensión será, si se quiere, la renuncia de su hegemonía espiritual, única que le queda sobre otros pueblos, pueblos que, con error manifiesto, creen que la hegemonía es cosa de toma y daca, cuando no es cosa que se imponga sino que se admite y se acepta, porque los hechos mandan; esa dimisión significará, a lo sumo, la renuncia a un "cetro" puramente honorífico, ya que, al decir de Santos Oliver, corresponde a los pueblos ricos, dinámicos, industriales y "diferenciales" de la periferia, pero también el pregón de Castilla, nuestra, de que te encierras a vivir su propia vida, espléndida o modesta, pero, al fin, la suya propia.
Quiere esto decir, y lo apunté ya en artículos anteriores, que Castilla tiene que aspirar, tiene que prepararse para demandar su
Estatuto, su autonomía, porque aun ni el Parlamento ni fuera de él nadie "haya invocado el espíritu castellano como opuesto" a las aspiraciones de las regiones de España, va a ser necesario que ese espíritu se invoque allí y "aquí", para decirle a Azaña que las excepciones y los privilegios son odiosos y son injustos; ese espíritu, por dignidad, va a ser necesario invocarle, "sin agresión" para nadie, pero en propia defensa para proclamar que si Castila nunca ha sido "instrumento ni móvil" de frustración de las libertades españolas, que Cataluña defendió la última, pero Castilla defendió la primera; tampoco es caso de que nuestro pueblo, de que nuestra región, que también tiene su "personalidad" y empieza a sentir el "hecho biológico", tenga que convertirse en cliente forzoso, de nadie, ni menos rendirse al imperativo y desigual trato de gobernarse alguno que le fuerce al silencio.
No; Castilla tendrá que variar de orientación y de táctica. Si sus preocupaciones no son de orden regional, tendrán que serlo (amar lo propio no es desdeñar lo de los demás), precisamente por convencimiento de que si sus preocupaciones son del orden del Estado, las del Estado ni las de nuestro estadistas son del orden de Castilla. Y, pues, si se votan, según Azaña "los regímenes autónomos para fomento, desarrollo y properidad de los recursos morales y materiales de la región", la consecuencia lógica nos dice y nos advierte que las regiones que no logren esa autonomía, difícil va a ser que prosperen; que si las regiones más avisadas interesan la autonomía como fundamento de un mayor progreso, será preciso imitarlas demandando iguales prerrogativas del Estado.
Cuando la "universidad" nos sirve de tan poca cosa y vemos que todos los derechos se otorgan a los pueblos fuertes, el deber de Castilla es la prosecución del mejor bienestar, para vivir la mejor vida propia, sin preocuparse del orden del Estado, de esos estadistas que no quieren ver que sin Castilla, que es "la clave" o el clavo del abanico peninsular, en España no habrá reconstrucción posible.
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