Por Ángel Dotor
(Argamasilla de Alba, 1898-1986)
(Don Quijote y el Cid (viajes por Castilla)(1928), p. 7-14)
He aquí la región española célebre entre las célebres: la augusta Castilla. Todo un solemne estremecimiento nos invade al pronunciar su sagrado nombre, que suena, eufónico, como ancestral invocación: ¡Castilla! Sobre un prócer suelo han acaecido, en el decurso del tiempo, los hechos esenciales de la civilización y del espelendor de toda una raza. En su Historia, esculpida con los monumentos máximos de las Letras que producir pueden los ingenios soberanos, figuran las acciones heroicas, los sacrificios sublimes, las nobles realizaciones de patriotismo y de supremo ideal, dignos de ser diputados como la más prístina ejecutoria de nobleza de un pueblo.
¡Castilla! Desde la disposición que a su suelo dióle Natura, contextura que ya descubre la reciedumbre espiritual de los que en ella habitaron, hasta el carácter heroico de sus moradores, que se hecha de ver en ellos, apenas venidos a la vida de la civilización como núcleo de nuestra nacionalidad; lo mismo contemplando su larga cruzada contra el invasor, diferente a él en modalidades tantas y tan diversas, que inquiriendo el secreto de su suelo y de sus hombres en los valiosos tesoros de Arte que en su seno crearon; todo en Castilla es simbólico de fe y religiosidad, de patriotismo y civilización, de franca devoción a la hidalguía y la belleza. Escuchar o pronunciar el nombre de Castilla debe ser para nosotros como oír Reconquista, Renacimiento, Descubrimientos, porque Castilla dio la vida al Romancero y al Quijote, más allá de lo cual no hay nada.
Al continuar Castilla siendo la genuina tierra de la epopeya, seguimos creyendo grande a esta parte de nuestro suelo nacional. Antes era el noble guerrero, el esforzado paladín, el capitán valiente, quien reconquistaba lauros para la región inmortal, con las hazañas de su brazo prócer; hoy el héroe castellano es otro: el labriego humilde, digno de todos nuestros cantos, que luchando denodadamente -aunque no contra el invasor ni en aras de la religión, sino por el pan, por el denario con que subvenir a la subsistencia, para la que desde tiempo bíblico se le impuso el trabajo, el más noble de los deberes- también da vida y carácter a Castilla. Ved, pues, que la región inmortal guarda todo el encanto majestuoso y toda la arrobadora poesía de lo pretérito, hoy como ayer. Pensemos en la incalculable riqueza de su ubérrimo suelo -que no pasan a creer los de la periferia peninsular, por lo mismo que no la conocen-, y en la insuperable historia de sus gentes, en el recuerdo incomparable de su tradición y en el venturoso porvenir que le auguramos. Ello hará que destaquemos nuestras testas, que nuestra boca musite frases místicas de amor y entone estrofas dulces dulces y entusiásticas con que ponderar lo que sentimos por Castilla. ¡Castilla! ¡Bendita tú eres, que fuiste codiciada, en ininterrumpida serie de inavasiones, por fenicios, griegos, cartagineses, romanos, godos y árabes; que diste al mundo un Cervantes, un Lope y un Quevedo -magnífica trinidad del genio-; que sostuviste durante durante ocho siglos pelea inaudita en defensa de tu integridad y, con ella, de los principios de la moral y la cultura; que conservas en tu nombre el del idioma que creaste, el más armonioso y bello que articulan los hombres, pasmo y envidia de extraños, orgullo de la raza y vanagloria del saber! Tu destino se ve brillante, tu gran obra en la tierra fue ya gigantesca, y como realizaste esa inmensa labor, te toca recibir, en un próximo mañana -el día en que reine absolutamente en toda la tierra el amor y la fraternidad humanas como imperativos de conducta, con abandono de todo atávico reflejo de material interés, escollo hasta hoy de la paz y la armonía universales-, la devoción de todos los pueblos y todos los hombres.
¡Salve, Castilla, la de los extensos campos áureos de ondulantes mieses; la de los dilatados horizontes de ensueño; la del suelo ya seco, ya fragoso; la de las paramías interminables, hoy llenas de viñedos inmensos, que en ella constituyen ideal simbolización! Bien se necesita la inspección genial del consagrado para poder dar forma, en hermoso canto, a la admiración que todo pecho siente por tu historia, por tu riqueza, por tu paisaje. De tenerla, nuestro elogio sería lo dulce que marca tu hermoso campo, Castilla; lo político de tu sol, fulgurante sobre el cobalto del azur; lo legendario de tus hombres de ayer y de hoy, héroes siempre redivivos; lo entusiasta y consolador de sus glorias, tus monumentos y tu destino en la tierra. ¡Oh, Castilla! Por eso diremos, parafraseando al insigne poeta español con quien la rima alcanzó su mayor elevación, cuando reclamaba el poder divino para sus versos:
"Sí a mí, Señor, bajara tu espíritu inmortal
cantara y no tuvieran mis cánticos igual"
Tanto desde el Cantábrico a la antigua Bética, como desde las fronteras lusitanas hasta las tierras aragonesas y levantinas, en cuyos límites -más políticos que naturales- se extiende el área de su suelo, no hay un rincón que no marque alguna cualidad preciada de esa tierra augusta o algún hecho notable de los varones que la habitaron. Y sus triunfos y sus glorias encarnan los de todo el país, y la raza entera que el que el núcleo de Castilla comenzaron a formarse para ir acrecentándose prodigiosamente, cual providencial designio, venciendo siempre a la mágica sombra de la espada del Cid y de la péñola de Cervantes.
Hay que poderar en Castilla la excelsidad de sus tierras del Norte, allá por donde el padre Duero, azul y tranquilo, discurrir deja el incalculable caudal de su preciada linfa, en la dilatada faja de su llana cuenca, que llega a Portugal. La gran riqueza de la tierra de Campos, y el resto de las provincias de Palencia, Valladolid, Segovia y Burgos, copiosos en granos de todas clases, que atraviesa, en parte, y fecundiza la gran cinta del Canal de Castilla. La hermosura de los valles salmantinos y los oteros zamoranos que insuperablemente cantara el conspicuo bardo de El Ama. La majestuosidad de las cordilleras que la atraviesan, cual armazón óseo del gigante mitológico realizador de designios providenciales: Gredos, elevado y forestal; Moncayo, pintoresco, y la serranía ibérica, tan poblada de coníferas.
Y no hay que olvidar tender la vista por la parte meridional del suelo castellano, con esa región nunca bastante comprendida de la Mancha, que conserva en su esencia el secreto de la espiritualidad, con haber sido el campo recorrido por la hidalga figura del más ilustre de los caballeros andantes, que marcó con su historia el triunfo del Ideal abstracto. La Mancha, con su Guadiana y su Tajo, posee incalculables tesoros de energía, que harán abolir algún día el tópico de su proverbial aridez, ya que su suelo tiene poder latente como el que más para producir abundantes trigales, y que hoy vése festonado en trechos inmensos por las cepas de la lobulada hoja que proporcionan una rápida e incalculable riqueza productiva con su almibarado fruto.
Igual que la región norteña de Castilla la Vieja, y la meridional o Mancha, la Alcarria, de los declives suaves y la riqueza de sus solícitos insectos cuya producción de néctar es émula de la que criaba Himeto. Y también la selva de Cuenca, inmensa un día, atravesada por el manso Júcar, con sus millones de seculares pinos que hoy amenguan considerablemente, merced al sentido utilitario de la época. En todos los rincones de Castilla se encuentran siempre motivos de evocación pretérita y de simpatía actual.
¡Qué no decir de las ciudades castellanas! Toledo, la monumental, la [sic] Museo de Arte y pinacoteca de la Belleza; la de la catedral ornada de filigranas y tesoros; la de tantos y tantos monumentos; la primitiva gran capital de la Monarquía, allá por cuando, dado buen paso en la Reconquista, se echaban las bases de nuestro futuro poderío; la ciudad que con Garcilaso nos daba el oro del verso para la idea, y con sus espadas el acero de la defensa para la patria. Segovia, la ciudad castellana por antonomasia, la que con Toledo comparte el tirso del Arte español; la antigua capital española, en cuyo recinto acaecieron tantos y tantos hechos famosos; la urbe que guarda inmenso tesoro de monumentos de todos los estilos y épocas, singularmente románicos. Ávila la inmortal cuna de la mística Santa Teresa, doctora de la Iglesia, cuyo saber y amor no son de todos bien comprendidos. Valladolid, antigua capital de los Austrias, que en los tiempos modernos ha dado a la patria, entre otros tribuidos, el de sus dos hijos ilustres, Zorrilla y Núñez de Arce, gerifaltes de la Lírica. Y Burgos y Salamanca, que son por igual castellanas, aquélla con su catedral, que no halla rival en el mundo, dadas las filigranas de sus torres y las delicadezas de su ornamentación; Burgos, que guarda en su recinto las cenizas del Cid y, con ellas, la esencia insuperable del Romancero, y Salamanca, la sabia, la Atenas española, cuna y albergue por mucho tiempo de toda nuestra cultura, recinto de varias glorias que fueron honra nuestra, y cátedra durante tantos años para hombres nacionales y extranjeros, que lo mismo se congregaban ayer para oír la voz de uno de nuestros grandes místicos y poetas, fray Luis de León, que siguieron después a la sombra tradicional de la célebre Universidad. Ciudad Real, la ilustre capital manchega fundada por el rey Sabio, y Cuenca, la cuna de San Julián. Y cerrando esta lista, un tanto incompleto, Madrid, la gran capital de la nación que cuanta con tesoros artísticos incomparables y que hoy va figurando en todo a la altura de las mayores del mundo.
Y así como las grandes ciudades y poblaciones en que, por la razón que siguió la sociedad en su evolución secular, se congrega nuestra riqueza y nuestra cultura, guardando su patrimonio de castellanismo, los pueblos, los modestos lugares perdidas en la soledad de la llanura o en la aspereza de la sierra, cuentan también con motivos de agradable recuerdo y celebrada evocación. ¿Cuántos fueron o son estos lugares famosos? Innumerables. Uno, la Numancia de ayer, que dio al mundo el insuperable ejemplo de lo que puede y significa el heroísmo, y otro, la Argamasilla
de Alba de hoy, siempre evocadora de que su existencia marcó el leit motiv creador del Quijote. Uno es Belmonte, en donde nació el glorioso autor de La perfecta casada, y otro es Granátula, donde vino a la vida Espartero, ejemplo de lo que puede alcanzar, desde el más humilde origen, el trabajo, la voluntad y el espíritu superador, de consumo personificados. Y así, en interminable nómina que no prolongamos, encontraremos lugares célebres por los hijos ilustres que dieron, o por los hechos famosos que en ellos se realizaron, por las reliquias que encierran del pasado, o por el significado sublime que su existencia guarda en el Ideario, siempre vivo, de la Patria y de la Raza.
Y la Castilla de hoy es la de siempre. Precisamente hay que ver en el estado de atraso y abandono, en la falta de una aspiración de conciencia colectiva en que por mucho tiempo se ha encontrado sumida, la continuación invariable de su recio espíritu, el poder de su suelo y el individualismo de sus hombres. Ninguna otra región perduraría, pese a todo lo manifestado, como Castilla. El castellano, denodado y valeroso, da la nota de insuperable realismo a la región donde vive y a la cual simboliza. Siempre orgulloso de su abolengo, que sabe es inmarcesible, contento con su destino, satisfecho de su labor. Precisa proclamar, pues, que Castilla continuará siendo grande mientras sus hijos la amen, la admiren, la reverencien. Y el día en que a esta región sublime se la haga entrar definitivamente por los cauces de la cultura elevada y de la inmaculada espitualidad, llegará o ser la reina, la maestra, el Alma máter de la gran obra humana de redención y nobleza que inauguró otrora, y que por motivos tantos debe continuar.
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